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viernes, 25 de octubre de 2013

Capítulo octavo de la novela la motolita de Alberto Isaías Guilarte

Nélida cuando el grupo estaba descansando y comiendo chucherías, les dijo: _a mi no me van a tener como alcahueta, porque yo siempre he sospechado que tú Lérida y Pedro tienen su trompo errollao y se pasan corriente. Ése no es mi problema, ustedes son mayores de edad y de este domicilio, como dicen por allí. Pero tú echándotela de “motolita” y quemando un mundo por abajo. Mija es mejor expresar lo que uno siente por un hombre y no es que esté enamorada de Pedrito, me pudiera gustar, lo malo sería quitarle el levante a una compañera y si se sabe así uno no se mete en peos con ella. Ella se molestó mecho y le gritó a Nélida no la llamara motolita porque no lo era. Pedro era un compañero y nada más, nunca hubo, hay o habrá nada entre ellos. Si quería podían empatarse, ya que se veía estaba babeada por él. Lo mejor era dejar las cosas de ese tamaño y no sabía si podría volver a estudiar con el grupo. Nélida la había ofendido y le costaría perdonarla. Se despidió de todos y se fue apurada. Pedro no la siguió, sino que esperó otro día para estar a solas con ella y le preguntó: _ Mi amor ¿Qué te pasa? Te pones brava de nada. Pareces un fosforito_ la interrogó el compañero enamorado. Con el seño fruncido y molesto. <> Muy molesta lo manoteó y se volteó violentamente para dirigirse a la parada de autobuses y marcharse a su casa. Dejando paralizado y sin palabras al moreno. El mundo se le abrió como un hoyo negro y se veía deslizarse por él hasta las capas candentes del subsuelo. <> Canturreando una melodía de una salsa de moda y con su “tumbao” característico de los panas del barrio, contorneándose y zumbando las manos a cada lado, decidió buscar y “echarle los perros” a Nélida, “la metía”<> Esperó la salida de clases y se le acercó <> le expresó el moreno manoteando las manos, haciendo su tumbao y acentuando sus palabras lentamente. _ Claro que si. Si va mi chocolatito de taza caliente. Pedro la toma por la mano y la guía a la parada de autobuses.Le indica tomar un autobusete de la línea que pasa cerca del Parque Los Caobos, se bajan a tres cuadras de los Museos, caminan y se encuentran con la caminería principal. Ya durante el trayecto fue “acondicionando el terreno”<><>le insinuaba la ardiente morena. Se le aproximó y se besaron frenéticamente. Se sentaron en un banco y abrazados, se daban besos y caricias interminables. Pedro le indicó que lo siguiera y se adentraron en una vereda, tupida con exceso de gamelote. Se acostaron sobre la hierba, la pasión y su excitación, apuró el acto de desvestirla. Se desquitó besando sus grandes senos y acariciando todo su cuerpo. Los cantos de los pájaros acompañaron los gemidos de satisfacción de ambos amantes. Se vistieron, sacudiendo el polvo y la hierba de la ropa. Salió él primero a la vía principal, luego salió ella. Afortunadamente no transitaba ningún alma por el lugar. Agarrados de la mano, corrían, saltaban y reían de felicidad. <><> La acompañó hasta la cercanía de su casa, despidiéndose con un beso apasionado. Pedro notó mayor intensidad en la iluminación del día. Los fuertes rayos del sol no le quemaban tanto como la intensidad de su pasión que ambos tenían. Al fin su corazón pudo latir más tranquilo y el canto de las chicharras lo percibió como o un concierto de violines. Alzó la mirada y las nubes le dibujaban arabescos fugaces. Se sintió caminando sin pisar el suelo. Cuando el amor se manifiesta, transforma nuestras percepciones de la realidad, fisiológicamente se generan cambios en nuestros sistemas y un aturdimiento maravilloso nos hace sentir, hacer y decir cosas de otra manera. Hasta que un cornetazo de un carro que frenó muy cerca lo asustó y tras el grito insultante del conductor fueron factores determinantes para integrarlo a su realidad. Al día siguiente volvió muy entusiasmado al Liceo. Saludó cariñosamente a Lérida pero ella no le contestó el saludo. Se sentó cerca de Nélida y le picó el ojo, sonriéndole. Al terminar la primera hora de clases, se le aproximó a “su empate” y la besó en la mejilla, muy cerca de los labios. Ella también lo besó. La abrazó y pasaron cerca de Lérida, quien decidió irse a la cantina a comprar su merienda. En el fondo de su alma, se sentía muy mal, las lágrimas brotaron, lavando su rabia, su rencor, su melancolía. Nunca se había sentido así por ningún hombre. Pero la rabia se acentuaba era por la actitud de uno de sus mejores compañeras<> Sus reflexiones lograron calmarla y al secarse las lágrimas pudo con voz serena y firme pedirle al cantinero: _ una empanada de queso, un jugo de lechosa y tres torontos. Se sentó en un banco y al comer lentamente, decidió más nunca sufrir por ese negro, ni por ningún otro hombre. <> Al saborear el último de los tres chocolates, se mezclaron los sabores amargos de la desdicha con el sabor dulce y quizás siempre amargo de la venganza solapada.

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